En los campos de Las Villas se asentaron muchos canarios. De ahí que
haya en Manicaragua y Camajuaní tanto guajiro de ojos claros. Muchos se
dedicaron al cultivo de tabaco, a la
caña de azúcar y a la venta ambulante. Sancti Spíritus, he leído, fue el
territorio villareño con mayor densidad de población canaria.
Desde niño oía hablar de “los isleños”, sin que supiera –en realidad,
ni me preguntaba– de dónde venían aquellas personas de piel colorá. Tener una abuela, un abuelo, una
madre o un padre isleño era frecuente, al menos en Santa Clara. Gente testaruda
y de malas pulgas quería decir isleño en mi infancia. Mi tozudez, por llamar de
alguna manera a ese bonito rasgo personal, llega por la rama Guedes, tronco canario marcado por largos gobiernos matriarcales de mano dura.
Al rascar un árbol genealógico –práctica frecuente de un tiempo a esta
parte cuando en Cuba “se ha puesto de moda” poner al día los ancestros
hispanos– no es raro que aparezcan en las viejas actas toda clase de
inexactitudes en nombres, apellidos, fechas. Una las razones de estos yerros es que cientos de mozos canarios
decidieron emigrar antes que servir de carne de cañón en la guerra de
Marruecos. Eso, en la última gran oleada de emigrantes que llegó al Caribe
entre 1911 y 1927. Pero el trasiego de isleños a Cuba comenzó en el siglo
XVII. Se dice fácil.
Hay numerosísimos cubanos hoy en esa tierra de españoles que no cecean. Entre
las muchas semejanzas que tienen con los cubaniches es que dicen guagua y no autobús, y que gustan del “punto” y la décima improvisada.
En los
guateques disfruta, canta y toca la guajirada de las islas de allá y acá,
bailando en parejas, “sacando agua del pozo”, pintoresca coreografía que soy
incapaz de describir.
Mi querido y viejo amigo Víctor Fernández hizo hace muy poco este
grupo de fotografías que, me dice, atrapa sólo “lo que tenía más a mano” de las
extraordinarias visiones que ha tenido en las islas. En una de esas cimas
elevaremos un día un enorme papalote coronel. Eso está escrito.