Apareció una tarde en la imprenta donde yo trabajaba con una enorme caja de libros suyos y revistas Orígenes, Nadie Parecía, Verbum, Asomante, Sur... y vociferó ¡Poeta juvenil, me voy a Calcuta! ¡Tengo una jaba llena de cold cream pa que no me pesque la lepra!
Me hizo salir a la calle para mostrarme sus regalos y explicarme su táctica infalible para no enfermar en la India: me subo a un elefante y a nadie le doy la mano, ni al pachá.
Escribió un montón de dedicatorias de aquellos impresos con burlonas variaciones de mi nombre saliendo de la boca de personas o animales con tres o cuatro ojos, de guitarras guajiras y de locos saxofones, hasta que se cansó. Entonces desapareció tal como había llegado.
En una de aquellas viejas Orígenes, de las primeras, leí un texto suyo -poema en prosa- que no he vuelto a encontrar, delicadísimo, titulado La azalea de papel, fechado en los años 40, cuando apenas salía de su adolescencia.
Recuerdo muchas de las frases que le escuché en mis andaduras junto a él por Pelo Malo o Cerro Calvo, modestas colinas que bordean a Santa Clara. Una de ella es esta: El hombre que se aparta de la naturaleza, cae en la desgracia.
Regresábamos de una fiesta por la carretera vieja de
Guanabacoa. Bajo la húmeda madrugadita, ella recibía aplausos y aplausos en la
bocina de la reproductora del coche: inconcebible.
Despedazó primeroLa reina de la nochede La flauta mágica, de Mozart.
Detrás de su voz, un piano batallaba por conservar cierta forma de decoro.
Luego embistió a Verdi, acto seguido, a Strauss y después a Delibes, creo.
Nota a nota, compás por compás, minuciosamente destrozados. La masacre musical continuaba su camino, impunemente. Del remoto público
salieron bravos y más aplausos.
«Aunque no lo creas... fue un concierto en el
Carnegie Hall», dijo sonriente Iván Giraud mientras conducía. Sin
mirar alargó una mano hacia el control de audio para acallar un poco las
aclamaciones de la invisible muchedumbre. «¿Qué te parece?» No respondí. Pero a partir de entonces quise saber todo lo posible acerca de
la artista que por primera vez escuché esa noche.
Desde niña deseó convertirse en diva aunque las condiciones canoras brillaban por su ausencia. Para hacer su sueño realidad
contó con una crecida suma que consiguió tras la separación de su adinerado marido
–de quien nunca se divorció– y más tarde, la herencia que le dejó su padre. Ambos
señores intentaron en vano disuadirla para que abandonara (dejara en paz) el
canto, pero ella no era de las que se dejaban convencer.
Ofreció su primer recital en 1912, a los cuarenta y
cuatro años de edad. A partir de entonces actuó, sobre todo, en escenarios de Newport,
Washington y Boston. Las ganancias obtenidas iban a parar
a organizaciones benéficas y a jóvenes músicos con apremios monetarios. Una vez
al año cantaba en el vestíbulo del Hotel Ritz-Carleton ante ochocientas
personas convocadas por rigurosa invitación. Gustaba de los misterios y se reservó el nombre de su modisto, su peluquero y de su profesor de canto.
En su repertorio erraban arias de ópera, canciones líricas, un grupo de composiciones escritas especialmente para ella, y alguna que otra
pieza popular, como el cupléClavelitos, de Joaquín Valverde, que
desgraciadamente no llegó a grabar, aunque fue uno de sus grandes éxitos. No me resisto a copiar aquí el testimonio
de su sacrificado y fiel pianista Cosme McMoon, quien la admiraba:
«Insistía en tener una música
introductoria, que le permitiera bailar un paso español en el estilo del
fandango, una vez que aparecía sobre el escenario vestida con un enorme
peinetón, una mantilla y un chal, y llevando una canasta llena de claveles
rojos. A lo largo de la canción iba arrojando las flores al público, mientras
recibía aplausos y gritos de ‘¡Ole!’ Esto, por supuesto, generaba un pandemonio
por el que se veía obligada, casi siempre, a repetir el número al final de sus
presentaciones. Y como había tirado todos los claveles, entonces solía pedirle
al público que se los devolviera para poder hacer el bis como era debido. De
este modo, muchos se los acercaban al escenario o se los arrojaban desde la
platea, y sólo cuando volvía a llenar la canasta comenzaba de nuevo.»
Entre la alta sociedad de Filadelfia fundó el exclusivo Verdi Club, donde se
impartían lecciones de música y se presentaban conciertos de celebridades de la
época, como Enrico Caruso y Marion Talley.
Organizaba galas en las que
intervenía no sólo como cantante, sino en "cuadros vivientes" de escenas mitológicas, históricas o literarias en los cuales reservaba para sí, invariablemente, el rol de la heroína, Venus, Madame DuBarry o Brunilda.
La llamaron “La primera dama de la
escala deslizante” (First Lady of the Sliding Scale) y al parecer lo tomó como
un cumplido. Nos dejó grabada, como testimonio de su disposición como compositora e
intérprete, su lieder Like a Bird.
El anuncio de un recital de Florence
Foster Jenkins en el Carnegie Hall en octubre de 1944 provocó una avalancha de
público en las taquillas del teatro. Las entradas se revendían, triplicado y cuatriplicado su precio original. El provecho económico del concierto fue destinado al personal de servicio del teatro.
Uno de los vestidos que estrenó en esa ocasión poseía unas enormes alas: “El ángel de la inspiración”,
alguien explicó. Así aparece en la portada de –The Glory (????) of Human Voice (RCA
Victor)– codiciado tesoro de coleccionistas, que recoge una docena de grabaciones suyas y de otros y otras "rivales". No se puede creer.
Al mes de su concierto en el Carnegie Hall cerró los ojos para siempre. Sus últimas palabras fueron: Debió haber sido el pollo a la crema.
Hay quien dice que "el caso Lady Florence" fue una tomadura
de pelo que duró treinta y tantos años. Yo creo que no, que fue un prodigio de
autoestima, si es que tal cosa es posible.
Nos dejó dicho: People
may say I can't sing, but no one can ever say I didn't sing. (La gente podrá decir que no canto, pero no podrán decir que no canté). Alguna utilidad ha de encerrar esta frase, aunque el reducido campo de nuestras posibilidades impida que nos aproveche en toda su dimensión heroica.
Todo el mundo leyó Seda, de Alessandro Baricco, antes que
se acabaran los años 90. Muchas personas en el mundo consiguieron Seda para regalarlo a sus amigos y
familiares en cumpleaños, navidades y años nuevos. También Seda sirvió y sirve para obsequiar a novios y novias, lo cual no es
decir poco de un libro, en un tiempo en que pocos novios y novias leen.
Conocí en un tren esa
fábula de pasiones silenciosas e infinitos gusanos tejedores. Es un libro pequeño que duró un trayecto más bien breve; el tiempo tiene
un pacto con la letra. No comprendo cómo alguien puede no ponerse a leer
durante un viaje, corto o largo. Se pueden olvidar otras cosas, pero un libro,
no.
Por alguna razón más bien
extraña, muchos años después, tuve entre manos otro libro de Baricco en un
nuevo viaje de tren: Homero, Ilíada,
texto que el italiano adaptó e “intervino” en 2004, para ser leído en público,
en Roma y Turín, que también fue transmitido por la radio. Lo comencé con
desconfianza, el prólogo advertía que se eliminaban repeticiones “tan
frecuentes en la Ilíada”,
y algo que me pareció sacrílego: había sido abolida la intervención de dioses y
diosas. Pero que las escenas, al menos las primordiales, no habían sido
cercenadas.
Son personajes de la Ilíada quienes narran en
primera persona la historia (las historias) en la adaptación de Baricco. No
existe el narrador omnisciente. El Destino ejerce limitada acción sobre la
trama, aunque Aquiles oscuramente conozca que se dirige a su aniquilación
cuando marche al campo de batalla a vengar a Patroclo, por ejemplo.
Se puede reprochar que la
muerte de Aquiles no aparezca en este texto adaptado para la lectura pública,
aunque sí figura el pasaje del caballo famoso y la caída de Troya, narradas por
un anciano aedo ante Ulises, situación que Baricco trasladó de la Odisea. Esta Ilíada es veloz en
su testimonio, como impaciente, cruda en su dibujo. Entre los capítulos
memorables, está el narrado por el río.
Entre Sants y Cambrils vi
a Elena de Argos en lo alto de las murallas troyanas contemplando la misma batalla por
diez años y también, desnuda, junto a Paris, hermoso y espantadizo; el cuerpo de Héctor siendo arrastrado por tres veces ante la puerta principal de su ciudad; elevarse el
humo de animales y mozos ofrecidos al fuego por los aqueos en sacrificio a Zeus; al
viejo Príamo pordioseando ante Aquiles el cuerpo de su hijo amado, cuando
lloraron juntos; al joven Anticlo estrangulado por Ulises en el vientre del
caballo de madera para que no gritase, y a Casandra exasperada y desoída, en
cuyos ojos ardía Ilión antes de arder, y perros y aves se disputasen sangre
y carne de los dos ejércitos.
Al cerrar el libro de
Baricco dediqué mi lectura, es decir la emoción que regresa desde los días de Homero,
a mi amiga Gabriela Hernández, consecutiva lectora de la Ilíada, mientras el tren de
inmediaciones sucedía por la Costa Daurada en el helado atardecer de este San
Valentín, más triste que un tango.